Hace unos años se popularizó en internet un meme que establecía un mapamundi trágico, en relación a cómo son presentados desde una perspectiva emocional los distintos sucesos dramáticos que ocurren por el mundo en función de donde se produzcan.
Así, se señalaba que solo eran presentadas como grandes tragedias las que tenían lugar en lo que habitualmente llamamos Occidente: EEUU, Europa occidental y Australia.
La capacidad de sentir empatía fue un elemento clave en el desarrollo de las sociedades y en la evolución y supervivencia, por tanto, de la especie humana. La antropóloga estadounidense Margaret Mead consideró que el primer signo de civilización se produjo cuando alguien se fracturó el fémur y luego apareció sanado, ya que esto indicaba que otro u otros en su comunidad se habían esforzado por atender al herido hasta que este estuvo recuperado. Sin ayuda del grupo, el ser humano con fémur fracturado no hubiese podido sobrevivir.
La ciencia incluso va más allá. Recientemente, el Instituto Gulbenkian de Ciencia en Portugal presentaba un estudio sobre el desarrollo de la empatía en los peces cebra, donde se revelaba que la capacidad de desarrollar empatía no solo no es exclusiva de la especie humana, sino que podría haberse desarrollado en otras especies mucho antes de que el ser humano comenzara a dar sus primeros pasos.
Aclarado que la capacidad de ponernos en el lugar del otro, de comprender su sufrimiento e incluso de actuar en consecuencia, es consustancial a los seres humanos, y tiene una evidente explicación evolutiva, es importante tratar de aproximarnos al motivo de que también hayamos desarrollado la capacidad de poder anular, en determinadas situaciones, nuestra tan necesaria habilidad empática.
El mapamundi trágico, al que hacía mención, refleja cómo se ha ido desarrollando la historia de las sociedades hasta nuestros días. La dominación europea —después de EEUU— del mundo está presente solo durante los últimos quinientos años de nuestra historia común. Por otra parte, el racismo, no es como la empatía, es decir, no surgió antes que nosotros ni fue un elemento que ayudara a nuestra evolución, sino que es el resultado directo de las campañas de propaganda que sirvieron a la dominación mundial por parte de unos pocos reinos y después Estados sobre el resto del mundo.
Aristóteles ya defendía una división entre dos tipos de hombres: los que servían al intelecto y los que eran buenos para las tareas manuales. Esta distinción jerarquizada, aunque tenía un fin interno, ni siquiera era una excusa para el desarrollo del esclavismo. En Grecia o en Roma, los esclavos podían ser de distintas etnias, pero también tener distintas habilidades. Solo compartían haber perdido su libertad por algún tipo de guerra o conflicto que les había degradado como simples herramientas en la estructura social.
Los reinos ibéricos, que se destacan a finales del siglo XV por su capacidad naval y su incursión, conquista y posterior colonización del continente americano, serán los primeros en usar una nueva distinción: la de la fe. Así, en la península ibérica se producirá la expulsión de los judíos y, posteriormente, la expulsión de los moriscos. Todo este fenómeno se explica dentro de un proceso de acumulación y expolio que se desarrolló en esos años. Sin embargo, tampoco era una distinción racializada. Para llegar a ello debemos ver cómo se va desarrollando el fenómeno del colonialismo y cómo a partir de los siglos XVII y XVIII es necesario justificar la entrada en el mercado mundial del comercio de esclavos y justificar, además, la dominación y la colonización masiva sobre pueblos y regiones enteras.
Tras el terrible atentado en Moscú del pasado viernes, volvimos a ver cómo la capacidad de empatía entraba en política. Aunque es cierto que prácticamente todos los Estados presentaban sus condolencias al pueblo ruso, también lo es que, en muchos de estos casos, tras la condolencia venían los ‘peros’, así como si transmitir la más mínima emoción de acompañamiento al pueblo ruso fuese en sí algo altamente peligroso. Parecía como si debiésemos dar explicaciones sobre por qué sentimos empatía ante un hecho tan injustificable como atroz.
Esta situación me recordó otros escenarios. Tras el atentado en París, en la sala Bataclán, que fue igualmente terrible, simultáneamente el pueblo sirio estaba padeciendo ese mismo ataque, con los mismos protagonistas y de forma diaria. Sin embargo, mientras todos los medios de comunicación, líderes políticos, la gente común en las redes sociales, mostraban sus condolencias hacia el pueblo francés sin mayor complicación, los mismos medios de comunicación y líderes políticos llamaban a los terroristas en Siria rebeldes moderados, haciendo que sintiéramos empatía con el delincuente y deshumanizando a sus víctimas, mermando con ello la capacidad de empatía con el pueblo sirio. Esto llevaba a que, si querías hacer hincapié en la necesidad de ser también solidario con Siria, tuvieses que desarrollar profundas explicaciones para hacer entender que el pueblo sirio también era merecedor de nuestra compasión.
“Rusia siempre es culpable”. En España nos educaron en esto desde que Serrano Súñer culpó a la Unión Soviética de ser la responsable de que los nazis la invadieran. Estos días esta propaganda, ni siquiera por respeto ante un momento especialmente delicado, ha mermado. Dos días después del atentado, seguían en los medios de comunicación repitiendo sus campañas habituales sobre “los rusos”. Las acusaciones son tan variadas como alocadas, desde estar detrás de una campaña de desinformación sobre la salud de la esposa del heredero a la corona británica, hasta de ser los responsables del accidente en el puerto de Baltimore.
“Los rusos malvados” así, como un personaje de ficción de construcción perezosa, siguen copando cada telediario. A fin de cuentas, el relato —como el espectáculo— siempre debe continuar, y los rusos son hoy el antagonista necesario de unos intereses geopolíticos determinados. Tal y como nos aclaró Josep Borrell recientemente en una entrevista en CNN.