Sancho Panza, escudero, “sin él no hay Quijote”, como dijo Luis Britto. Aunque aparecerá recién en el capítulo VII, la trascendencia de la relación que crea Cervantes potencia a ambos personajes y los hace indisolubles, es una relación de alteridad, “la heterogeneidad de las conciencias”, como enuncia Antonio Machado, quien nos dice con la palabra precisa del poeta luminoso poseedor de una sabiduría exquisita: “Nada hay más seguro para Don Quijote que el alma ingenua, curiosa e insaciable, de su escudero. Nada hay más seguro para Sancho que el alma de su señor”.
Don Quijote y Sancho eran vecinos, mantenían una relación de respeto a pesar de que uno era hacendado y el otro labriego. Cervantes acude a esa cercanía para buscar al que sería su acompañante en su segundo viaje como caballero andante.
Cervantes lo anuncia como “hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera” y “pobre villano” (cap. VII, I). Mucho se ha analizado la frase: “Si es que este título se puede dar al que es pobre”, sin embargo, el autor lo enuncia así. Situándonos en la época en que fue escrito el Quijote, sin duda es una ruptura, porque lo integra a su gran obra como el complemento del loco, siendo Sancho el cuerdo.
Al principio Sancho va por interés, pero después se convierte en héroe complementario, es la dialéctica pura que más allá de la búsqueda de la verdad va tras la libertad, el que está loco no renuncia a “convencer de su total concepción del mundo y de la vida”; y el otro “padece tanta cordura como desconfianza de sus razones”. Dice el intelectual español Dámaso Alonso: “Porque lo característico del alma de Sancho es que en ella el movimiento de ilusión y desilusión se reproduce ondulatoriamente a través de todas las páginas de la obra”.
Sancho es quien corre riesgos, es la conciencia de su señor. A diferencia de Don Quijote no precisó ser investido como caballero, su combate lo da desde la inquebrantable conciencia de su vulnerabilidad.
El escudero va no tras los sueños, sí tal vez tras su propia ilusión de ser dueño de una ínsula ofrecida por Don Quijote. Poder ser propietario, gobernarse, tener poder, son cuestiones claras, materiales; es pueblo y requiere de tener. La ilusión no es su fuerte, no tiene por qué serlo en su vida dura. Así lo dice Sancho: “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener: Aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor Don Quijote, antes se toma el pulso al haber que, al saber, un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado” (cap. XX, II). “Bien predica quien bien vive —contesta al Quijote que se asombra de su agudeza— y yo no sé otras teologías”.
Este diálogo es fundamental para entender a ambos personajes, porque ilustra, sobre todo, cómo son: espontáneos, diáfanos. Don Quijote es pura voluntad y sueños que se proyectan; Sancho es receptivo ante las ideas locas de su señor, no sabe leer ni escribir, pero va formándose y entendiendo la mirada ética que tiene el Quijote, quien saca de su escudero lo mejor de sí mismo.
Es la relación que todos y todas necesitamos: no perder la locura del sueño de un mundo mejor y los pies en la tierra con la disposición de aprender, creer y crecer en los devaneos de algo bueno, más allá del yo reinante. Sancho es ante todo lealtad, con su señor y consigo mismo. No hay en el mundo de las ideas políticas y en la labor del buen gobierno nada comparable al de Sancho en la Ínsula Barataria. La segunda parte del Quijote es lo más grande que se ha escrito nunca. (Cris González es directora de la revista www.correodelalba.org)