La tradición boliviana, profundamente arraigada en costumbres indígenas y religiosas, une la muerte con el ciclo de la vida y la fertilidad agrícola.
Como manda la tradición de Todos Santos, este viernes al mediodía las almas de los seres queridos llegarán a los hogares bolivianos para celebrar, mediante una fusión de tradiciones religiosas y costumbres indígenas, el ciclo de la vida.
En Bolivia, esta festividad no es un duelo, sino una celebración de la fecundidad que renace a través de los difuntos. Pero, ¿sabías que en el periodo prehispánico las culturas andinas desenterraban a sus muertos para celebrar esta fiesta con ellos?
Según Milton Eyzaguirre, antropólogo y jefe de la Unidad de Extensión y Difusión Cultural del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef), el culto a los muertos se remonta a épocas prehispánicas, cuando la muerte era concebida de manera distinta por civilizaciones como los tiwanacotas y los incas, quienes desarrollaron el arte y la ciencia.
Para los pueblos aymaras, la muerte no es un episodio trágico, sino un ciclo más de la vida. La tradición indica que las almas traen fertilidad, lo que coincide con el inicio de la siembra en el altiplano durante noviembre, explicó Eyzaguirre.
La fiesta de Todos Santos
Cada 1 y 2 de noviembre se celebra en Bolivia la fiesta de Todos Santos, marcada por una serie de ritos y tradiciones particulares que combinan la religión católica con las costumbres indígenas.
Se cree que el 1 de noviembre, a las 12.00, las almas llegan al mundo de los vivos para visitar a sus seres queridos. La costumbre manda preparar mesas donde se extiende un mantel, junto a flores, adornos y la comida favorita del difunto. Si la tela es blanca, significa que se recuerda a un niño fallecido; si es oscura o negra, es en memoria de un adulto.
Las mesas están adornadas con fotografías de los difuntos y elementos tradicionales como pan, caballos de pan, escaleras de pan, tantawawas, galletas, frutas y dulces. También se añaden tallos de caña, flores y otros alimentos, creando una mesa simbólica de Todos Santos que reúne a las familias, quienes rezan y cantan en honor a los fallecidos.
La segunda jornada de Todos Santos, el 2 de noviembre, está marcada por fervorosas oraciones. Desde temprano, las familias desmontan los altares en sus casas y visitan los cementerios para despedir a sus difuntos con más rezos, comida, fruta y bebidas. Como cada año, la música no falta en los camposantos, con las tradicionales pinquilladas y tarqueadas para despedir a las almas con alegría y bailes.
La vida a través de la muerte
En el periodo prehispánico, el culto a los muertos formaba parte de un complejo sistema de creencias en los territorios de los incas y los tiwanacotas, coincidiendo también con el mes de noviembre.
Según datos históricos, las poblaciones andinas desenterraban a sus difuntos para vestirlos de nuevo, recomponer sus esqueletos y llevarlos en procesión acompañados de música, comida y baile. Eyzaguirre afirma que incluso hasta 200 años después de la muerte de una persona, sus descendientes mantenían la tradición de cambiarles de ropa cada seis meses.
Aunque en la actualidad ya no se desentierra a los muertos, algunas tradiciones perduran, como el culto a las ñatitas, calaveras veneradas que representan la pervivencia de esta costumbre ancestral. “Ya no celebramos con los muertos de esa manera, pero los esperamos con las mesas”, resalta Eyzaguirre.
En la religión católica, la fiesta de Todos Santos se originó durante las persecuciones romanas contra los cristianos. Ante la imposibilidad de conmemorar individualmente a los mártires, se estableció un día colectivo para su homenaje: el 13 de mayo.
Más tarde, en el siglo VIII, el papa Gregorio III trasladó la fecha al 1 de noviembre para contrarrestar la celebración pagana del ‘Samhain’, hoy conocida como Halloween.
El sincretismo religioso también juega un papel crucial en esta celebración. Al no poder erradicar las creencias indígenas, los colonizadores españoles optaron por una fusión entre ambas tradiciones. Construyeron templos católicos sobre antiguos centros religiosos indígenas, permitiendo que los pueblos originarios siguieran orando a sus dioses en las nuevas edificaciones. La fiesta de Todos Santos es un ejemplo claro de esta fusión.
Visiones contrastantes de la muerte
En la visión occidental, la muerte es vista como un final, un momento oscuro y negativo. Se cree que el alma pasa por un juicio final y, de acuerdo a su vida, irá al cielo o al purgatorio.
En contraste, en la cosmovisión andina, la muerte es un ciclo natural que trae beneficios. En las mesas rituales, la muerte se espera con flores y frutas, rodeada de color y vitalidad. “En el mundo andino, los muertos son reguladores de la lluvia. Entonces, la muerte trae fertilidad para animales, plantas y seres humanos”, explica Eyzaguirre.
Los difuntos son considerados como achachilas o sullkas, divinidades que permiten la comunicación con los dioses mayores, quienes envían lluvias y fertilidad. Esta visión no solo pertenece a los aymaras, sino también a otros pueblos de tierras altas como los quechuas y urus. En otras regiones, como las tierras bajas, la concepción de la muerte es diferente, aunque igualmente conectada con la vida.
Las mesas de Todos Santos
Las mesas de Todos Santos han evolucionado con el tiempo. En sus orígenes, los alimentos eran a base de quinua, como la quispiña, y se moldeaban pequeñas figuras de animales y personas, reemplazadas hoy por versiones más grandes hechas de trigo.
La sal, que en el pasado no se añadía por temor a aumentar la sed de los difuntos, se ha incorporado a los alimentos. Las tantawawas, panes en forma de bebés, y los caballos de pan, reemplazo de las llamas de antaño, son esenciales en la mesa ritual.
“La caña de azúcar, que se cree sirve como bastón al difunto y el yocoro o cebollas en flor son elementos que se ofrecen para su viaje”, explica el antropólogo.
Además se añaden dulces, bizcochos y pasankallas para recibir a los muertos con alegría, lejos de las comidas saladas que podrían ser percibidas como menos hospitalarias.
Para los pueblos andinos, estos alimentos no solo representan tributos, sino también “illas, amuletos que traen prosperidad y buena suerte a las familias”, señala Eysaguirre.
El concepto de illa es más amplio, pero en el contexto de Todos Santos los alimentos simbolizan la renovación del ciclo de vida y muerte.
La vida y muerte
De acuerdo con el análisis de Eyzaguirre, para las culturas precolombinas noviembre marca el inicio del ciclo agrícola, en el cual los muertos juegan un papel fundamental. Al regresar al mundo de los vivos, los difuntos traen lluvias y fertilidad, ayudando a la germinación de las semillas hasta las primeras cosechas de febrero, cuando el ciclo se completa con el carnaval.
En algunas regiones del país, como Coroma o Chipaya, se cree que los difuntos llegan el 31 de octubre y no el 2 de noviembre, como dicta la tradición católica.
“Para los andinos, los muertos no son solo recordados, sino que participan activamente en el crecimiento y la abundancia, trabajando desde el mankapacha o el subsuelo para garantizar la vida futura”, enfatiza el antropólogo.
En este contexto, la festividad de Todos Santos no es solo una oportunidad para recordar a los seres queridos, sino también un momento de preparación para el futuro, un tributo a la vida que continúa a través de los ciclos agrícolas, las tradiciones y la memoria de los ancestros.
La Paz/AEP/Milenka Parisaca