Con su magia sencilla, los títeres convirtieron los domingos comunes en momentos llenos de historias memorables, dejando huellas profundas en el corazón de una niña y probablemente en muchos más.
Mary tenía siete años cuando su madre rompió la rutina de los fines de semana, que hasta entonces consistían en lavar la ropa, limpiar la casa y zurcir los calcetines. Ella, que mantenía a su familia con el puesto de tomates heredado de su mamá, y cuya mayor tristeza era haberla visto solo por las noches, y a su padre nunca, decidió que, a partir de entonces, dedicaría todos los domingos enteritos a sus wawas.
En principio salieron a explorar la Coronilla, la plaza principal y, de a poco, fueron estableciendo el hábito de conocer un lugar distinto cada vez; un barrio alejado con parques arbolados y casas de fachada impecable; la laguna Alalay y su olor insoportable; el Cristo de la Concordia, desde donde intentaban encontrar la iglesia de su zona; los coliseos de la costanera, con niñas y niños participando en campeonatos de voleibol; los shoppings de la zona norte, con vidrieras llenas de productos inalcanzables que hasta ese entonces solo los habían visto en la tele; el estadio; el country club, a veces tan solo para mirarlos desde lejos.
Ya el sábado por la tarde comenzaba la preparación de la merienda con choclos, queso, pollo frito y, a veces, hamburguesas caseras; en otras ocasiones empanadas, arroz a la valenciana o chuño con asado y sarza. Además de la limonada y las marraquetas. No podía faltar la llajwa. Tampoco podía olvidarse el aguayo para tender algo cómodo sobre el pasto, la pelota de fútbol, el cojín, las gorras y el sombrero.
Era particular en el barrio ver a esa ‘tropa’ salir de su casa los domingos por la mañana; unos suponían que se habían afiliado a algún grupo religioso como tabla de ‘salvación’ de la pobreza; otros pensaban que limpiaban casas en familia para generar unos pesos extras; y los más mal pensados creían que iban a la cárcel a visitar a su padre. Pero padre no tenían, bueno sí tenían, pero él nunca se hacía cargo de ellos.
Después de un tiempo de recorrer los espacios públicos, de transitar por donde no lo hacían habitualmente, acordaron que el mejor lugar para dominguear en familia eran los parques municipales. De allí, con el derecho que les daba el pago de sus entradas, nadie los echaría ni miraría con sospecha.
Los domingos se convirtieron en días para ellos mismos, con relatos que la madre hacía de su niñez en la provincia. El hermano mayor les enseñaba a jugar ajedrez, o les leía cuentos del suplemento La Ramona. Jugaban al fútbol 3, entre varones y mujeres, y merendaban en círculo. Con suerte, disfrutaban de algún espectáculo de músicos, malabaristas o bailarines, a quienes solían invitar a compartir su merienda como una forma de agradecimiento.
Fue uno de esos domingos que Mari, la niña de siete años, quedó paralizada al ver un muñeco que saludaba a las familias que pasaban el día en el parque. Manejado por un titiritero, el títere invitaba a la función que estaba por comenzar y, al igual que el flautista de Hamelín, era seguido por una cada vez más larga fila de niñas y niños. Sin escuchar los llamados de la madre ni los silbidos de su hermano mayor, Mari también se plegó al cortejo y desapareció al interior del anfiteatro.
Al cabo de media hora, con los ojos deslumbrados, Mari salió del recinto y no paró hasta la noche de contar a su madre lo que había visto; de Susana, la gusana equilibrista, que hacía piruetas sobre la cuerda floja; del domador Dimitri, quien huyó despavorido cuando el león se le rebeló; del payasito al que el dueño del circo le había prohibido cantar. Después de esa función, volvió muchas veces al teatrito del parque, donde en una ocasión todos los hermanos se tomaron una foto alrededor de su madre y abrazados de los titiriteros.
Durante la semana se la veía afanada tallando papas o pintando limones para convertirlos en cabezas de títeres, o incluso disfrazando las piezas de ajedrez, que se convertían en personajes que, durante el juego, solían discutir entre ellas antes de ser eliminadas o eliminar a otras para, finalmente, después del jaque mate, dar paso a la danza del equipo vencedor… generalmente el caporal. Luego inventaba historias que contaba a sus amiguitas del barrio o de la escuela durante los recreos, usando los títeres como protagonistas.
Sus exposiciones en las ferias escolares se convirtieron en un espectáculo imperdible: historia, literatura, matemáticas, ciencias…. ninguna materia tenía límites para su imaginación y sus muñecos. En una de esas, convenció a sus compañeras para reconstruir con muñecos la muerte de Túpac Katari. La mesa era la pampa rodeada por cerros; los realistas que arrastran al rebelde sangrante; los caballos a los que atan sus extremidades; el grito de dolor y la consigna: “Volveré y seré millones”.
En otra oportunidad, la mesa se convirtió en plaza, donde un títere mujer, que hacía de Adela Zamudio, declama un poema. Está en frente de otros títeres que llevan sombrero de copa y bastones, pero no tienen rostro; ellos murmuran, se le acercan, la increpan, suben la voz, gritan y la callan.
Mary es profesora rural; han pasado veinte años desde que tuvo su primer contacto con los títeres. Ahora asiste con sus hijos al estreno de Un Cachito del Quijote. Desde temprano, una larga fila se ha formado afuera del teatro, y la función comienza a la hora indicada.
Aplausos, silencio, risas, murmullo, silencio, risas, aplausos. Al final, fotos que las mamás o papás toman a sus hijos con los títeres y los titiriteros. La última en acercarse es Mary; se toma una única foto, rodeada de sus wawas y abrazada de los titiriteros. Con lágrimas y visiblemente conmovida, cuenta al despedirse que el más bello regalo que recibió de su madre fueron aquellos domingos de títeres, compartidos en familia, en el teatrito del parque vial.
* Es fundador de Títeres Elwaky
La Paz/AEP