Cerca de 30 militares ingresaron a la fuerza junto a Zúñiga con el dedo en el gatillo y la ambición de consolidar su control sobre el Estado.
Y como si la historia estuviera condenada a repetirse, en junio de 2024, el general Juan José Zúñiga sucumbió al embrujo del Palacio Quemado. En un intento de golpe de Estado, el militar dirigió su ira hacia el histórico edificio, buscando inscribir su nombre en la larga lista de caudillos que han disputado el control de este símbolo del poder boliviano.
El Palacio Quemado —que tantas veces disputaron caudillos y dictadores, con su cúpula de vitrales y lujosos esmaltes, sus gradas de mármol blanco francés del siglo XIX, sus elegantes balcones coloniales, sus inmensos óleos y su hermosa estructura, en apariencia pacífica— ha escrito la historia del país.
La última página de su vibrante y agitada vida ocurrió la soleada pero fría tarde invernal del miércoles 26 de junio de este año.
En la obra del arquitecto José Núñez del Prado, que erigió uno de los símbolos del poder más importante que tiene Bolivia, se desarrolló un episodio que se recordará por siempre.
Las imágenes de la discusión entre el presidente Luis Arce y los comandantes de la tropa sublevada en las puertas del Palacio Quemado recorrieron el mundo.
Arce encaró al general Juan José Zúñiga apenas una hora después de que, a las 15.00, el militar sublevado tomara con blindados de guerra y tropa de combate con fusiles de asalto la plaza Murillo de La Paz, el núcleo político del país, y derribara con un tanque la puerta de ingreso al histórico edificio.
Cerca de 30 militares ingresaron a la fuerza junto a Zúñiga con el dedo en el gatillo y la ambición de consolidar su control sobre el Estado.
PISO 22
Mientras las imágenes de un tanque embistiendo las puertas del Palacio se transmitían en directo por todos los canales de televisión, el presidente Arce, desde el piso 22 de la Casa Grande del Pueblo, sede de la Presidencia del Estado y contiguo al Palacio Quemado, tomaba una decisión que cambiaría el curso de los acontecimientos.
Arce, un círculo de confianza y su equipo de seguridad observaban con creciente preocupación el despliegue militar.
La tensión era palpable. Los protocolos de seguridad dictaban una evacuación inmediata, pero el mandatario, en un gesto que definiría las horas siguientes, se negó rotundamente.
—Esto no puede ser, tenemos que bajar a enfrentarlo, saber qué locura está haciendo, dijo el Jefe de Estado a su círculo más cercano, desafiando las recomendaciones de su cuerpo de seguridad y las súplicas de sus ministros.
Con determinación, solicitó el Bastón de Mando, símbolo de su autoridad como Capitán General de las Fuerzas Armadas, rechazando incluso la protección de un chaleco antibalas.
BASTÓN DE MANDO
En un momento que quedará grabado en la historia boliviana, Arce descendió al tercer piso, con el Bastón de Mando en la mano, y se dirigió hacia la entrada del viejo Palacio.
El mandatario, con una chaqueta azul acolchada y gafas, con el vicepresidente David Choquehuanca y la ministra de la Presidencia, Maria Nela Prada, a su lado, se enfrentó al general, que llevaba encima de su uniforme un chaleco resistente a las balas.
Se acercó resuelto al sublevado y una decena de militares lo rodeó.
Allí se encontró cara a cara con el general Zúñiga y los comandantes de la Armada y la Fuerza Aérea.
La tensión era palpable.
El Presidente no se amedrenta.
Tampoco Prada.
Ella increpa al líder de la insurrección.
—¡Éste es su Capitán!, increpa la ministra con rabia, con determinación.
Los militares replican de inmediato.
—¡No podemos retroceder!, responde un partidario de Zúñiga.
Prada, la mano derecha del mandatario, no retrocede y enfrenta al general.
—¡Traidor!, le dice sin titubear, mirándole a la cara, porque en la madrugada de ese día ella y el titular de Defensa, Edmundo Novillo, le comunicaron la decisión presidencial de relevarlo del cargo y Zúñiga había mostrado un rostro de disciplina y honor y prometido lealtad a la línea de mando constitucional y a su capitán general, el Presidente del Estado.
Había tensión. Se definía, en ese crucial momento, el éxito o el fracaso del golpe.
Arce se dirige entonces al líder del golpe.
—¡Cuidado estén haciendo un golpe contra el pueblo boliviano! ¡No te lo voy a permitir! Si usted se respeta como militar, repliegue todas sus fuerzas en este momento!, dijo el Presidente con voz firme sobreponiéndose al caos, en su condición de Capitán General de las Fuerzas Armadas.
—¡Es una orden!
—“¿No me va a hacer caso?”, demandó el Jefe de Estado.
—“No”, respondió el jefe militar, marcando un momento de quiebre en la cadena de mando.
Zúñiga, según relató el presidente Arce dos días después, se mostró sin argumentos frente a las explicaciones que le demandaba.
El breve intercambio de palabras, en un ambiente frágil, tenso y tropa armada, se desenvolvió ante los ojos de ciudadanos que, respondiendo al llamado previo del Presidente, habían comenzado a congregarse en las inmediaciones de la plaza en defensa de la democracia.
—“No estás solo, Presidente”, grita un civil, mientras otros lanzan improperios contra Zúñiga al escuchar su negativa de replegarse, tildándolo de “golpista”.
En un giro inesperado, Arce se dirige entonces a los otros dos jefes militares que acompañaban al entonces comandante del Ejército.
El jefe de la Armada, vicealmirante Juan Arnez Salvador, respaldó a Zúñiga, mientras que el comandante de la Fuerza Aérea, general Marcelo Javier Zegarra, vaciló y aclaró al Jefe de Estado que no era parte de la operación militar.
Este momento de duda proporcionó a Arce la oportunidad de dialogar y persuadir.
Mientras Zúñiga y el comandante de la Armada abandonaban el Palacio, Arce mantiene un hilo de conversación con el líder de la Fuerza Aérea.
“Llamé a Zegarra a recapacitar, porque podía haber un mar de sangre entre bolivianos y ellos serían los culpables”, declaró días después el Jefe de Estado.
Esta intervención, personal y directa de Arce resultó ser el punto de inflexión en la crisis que llevó a la derrota del golpe.
La fuerza pública, al contrario de la crisis de 2019, declinó unirse a los rebeldes.
La arriesgada acción del Jefe de Estado había tenido éxito.
Los alzados en armas no tuvieron el valor de detenerlo y uno de sus comandantes bajó la mirada en el momento de retirar su apoyo al volátil general sublevado.
Era un giro dramático del curso de la operación militar que el mandatario aprovechó para, minutos más tarde, nombrar a un nuevo Alto Mando de las Fuerzas Armadas en plena crisis.
Nuevo comandante
El recién nombrado comandante del Ejército, general José Sánchez, en su primera acción oficial, ordenó a los militares sublevados retornar a sus cuarteles.
La determinación de Luis Arce, combinada con la rápida movilización ciudadana y la lealtad de sectores clave de las Fuerzas Armadas, logró, en opinión de analistas políticos, lo que parecía imposible horas antes: frustrar un golpe de Estado en pleno desarrollo.
Mientras la noche caía sobre La Paz, los blindados se retiraban presurosos y detrás de ellos la tropa, y los ciudadanos en la plaza Murillo celebraban el triunfo de la democracia.
Un par de horas más tarde, desde el balcón del Salón Rojo, con vista a la plaza Murillo, el mandatario salió para agradecer a la multitud concentrada la determinación para defender la democracia.
Hasta mediados del siglo XX, el Salón Rojo fue utilizado como antesala para recibir las cartas credenciales de los nuevos embajadores.
Fue bautizado como Salón Rojo porque en él dos presidentes fueron asesinados: Manuel Isidoro Belzu en 1865 y Agustín Morales en 1872.
La chimenea de la sala está rota porque se cuenta que sobre ella cayó el cuerpo agonizante de Morales.
EDIFICIO INCENDIADO
El Palacio Quemado, oficialmente Palacio de Gobierno, recibe este nombre debido a un fatídico incendio que sufrió el 20 de marzo de 1875.
Ese día, una turba intentó tomar el edificio por asalto para derrocar al presidente.
Al verse imposibilitados de entrar, los revoltosos arrojaron antorchas encendidas desde la Catedral Metropolitana, provocando un incendio de grandes proporciones que consumió gran parte del edificio.
130 fallecidos provocó la frustrada toma.
En sus entrañas, las carceletas Santa Bárbara, San Simón y El Infiernillo recuerdan los días oscuros cuando el poder se medía en vidas.
Se dice que Pedro Domingo Murillo, prócer de la independencia, pasó sus últimas horas en una de estas celdas antes de ser ejecutado.
La historia del Palacio está marcada por episodios de violencia y traición.
En 1865, sus salones fueron testigos del asesinato del presidente Manuel Isidoro Belzu a manos de Mariano Melgarejo, un acto de brutalidad que Eduardo Galeano inmortalizó en su obra Memorias de fuego.
Este evento sentó un precedente sombrío para futuras generaciones de aspirantes al poder.
A lo largo de los años, el Palacio ha sobrevivido a incendios, ampliaciones arbitrarias y modificaciones administrativas.
Cada marca en sus paredes cuenta una historia de ambición y poder.
Los óleos que adornan sus salas no solo representan glorias pasadas, sino que también sirven como recordatorio de la fragilidad del poder.
En noviembre de 2019, el Palacio Quemado volvió a ser escenario de la lucha por el poder cuando Jeanine Añez, respaldada por militares y policías amotinados, tomó control del edificio en un sangriento ascenso al poder.
LA HISTORIA
Y como si la historia estuviera condenada a repetirse, en junio de 2024, el general Juan José Zúñiga sucumbió al embrujo del Palacio.
En un intento de golpe de Estado, Zúñiga dirigió sus fuerzas hacia el edificio, buscando inscribir su nombre en la larga lista de caudillos que han disputado el control de este símbolo del poder boliviano.
Sin embargo, a diferencia de sus predecesores, Zúñiga se encontró con la resistencia inesperada del Presidente, quien demostró que el poder no solo se conquista con la fuerza, sino también con la determinación y el respaldo del pueblo.
El golpe fallido del 26 de junio se suma ahora a la larga historia del Palacio Quemado, un edificio que sigue siendo el oscuro objeto de deseo de aquellos que anhelan el poder.
Sus muros son testigos mudos de casi dos siglos de ambiciones políticas.
Mientras La Paz está en calma, el Palacio Quemado permanece, imponente y misterioso, esperando el próximo capítulo de la historia boliviana.
Sus puertas de acero, ahora dobladas, recuerdan que el verdadero poder reside en la voluntad del pueblo y en la fortaleza de las instituciones democráticas.