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La resistencia creativa del escritor Víctor Montoya

El escritor boliviano, quien fue acogido en Suecia en calidad de refugiado, se impone a sí mismo desamordazar la historia.

La Paz, 27 de mayo de 2024 (AEP).- Montoya, un escritor boliviano acogido en Suecia como refugiado, se ha convertido en una figura emblemática de la resistencia a través de su obra literaria. Con su libro Cuentos violentos no solo narra su experiencia personal de represión y tortura, sino que también rescata la memoria colectiva de Bolivia y otros países sudamericanos afectados por dictaduras.

El noble oficio de escribir, el constituirse en un sensible coleccionista de emociones y transformarse en notable guardián de la memoria, alzaprima la categoría del ser humano que sabe conjugar lo verídico y lo imaginario, es decir, el recuerdo y la ficción. Las antedichas condiciones ponen de manifiesto, en ocasiones, la enorme capacidad para aprehender lo que le ha sucedido al escritor y lo que éste ha ideado. Pero la importancia que subyace en la trayectoria de Víctor Montoya radica en una valiosa aportación: ser no sólo víctima personal del despotismo, sino que en él coincide la condición de víctima y de testigo. Lo que nace de la intrahistoria personal ayuda a solidificar la memoria colectiva, obliga a determinada actitud vital; es, a la vez, un ejercicio reivindicativo y ostenta cierto talante anímico. Existe en los humanos cierto ábaco que va engrosando la suma de vivencias y afanes, y es ahí donde se sustenta un sólido y convincente argumento literario.

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La hechura verídica que impulsa a Víctor Montoya a situarse ante el espejo del recuerdo, su irrefutable labor para tamizar, la recuperación del ayer, que siendo individual es también colectiva, se transforma en transferencia en el siempre importante acto de escribir, constatación de una exigencia de plena coherencia, de una legítima pulsión que surge desde lo más hondo de su propia justificación existencial, puesto que el pasado se torna en emblema de su memoria. Todos aquellos que, de una manera u otra, hemos sufrido la represión: la autoridad, el poder, la violencia y la represión, hemos fecundado cierta resistencia. La autoridad y el poder que legitiman con totalitario énfasis la violencia y la represión; el poder en sí mismo tiene que valerse del chantaje, la prohibición, el miedo y la persecución, hasta llegar a asfixiar la libertad que ha de ser siempre consustancial con todo ser humano.

El escritor boliviano, quien fue acogido en Suecia en calidad de refugiado, se impone a sí mismo desamordazar la historia. Para él no es más que la puesta en escena, mediante el oficio de escribir, de una precisa estrategia develadora, que rehabilita el yo y los demás. Víctor Montoya se apoya en la ratificación de la leyenda, en desencadenar el plomizo peso que ha fundido la historia oficial, censurada o neocensurada, pero que, afortunadamente, ha sido clarificada en un acto de reparación, tanto por unos como por otros, salvo por quienes procuran perpetuar el infierno. Es la suya una propuesta de plena denuncia ante los atropellos del colonialismo y la habilidad, despótica pero sinuosa, del neocolonialismo.

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El creador de Cuentos violentos asume el difícil papel de indagar en la torturada historia de Bolivia, sin olvidar su posición de hombre creador que se instala en el ángulo sumamente crítico, a la vez que lúcido, del torbellino que han supuesto las oprobiosas dictaduras padecidas por Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia. Es Víctor Montoya un escritor que reafirma su resistencia y poder de evocación y de ingeniar, puesto que él ha sufrido el papel de víctima de la represión, al cual une el haber sido testigo y víctima no sólo ya de su propia existencia, sino el de observador de una cruel realidad. Desde su cuento El tablero de la muerte, pasando por La letra con sangre entra, El encapuchado, El programa, Masacre minera, Días y noches de angustia (Premio Nacional de Cuento, concedido por la Universidad Técnica de Oruro (UTO), Bolivia, 1984), Confesiones de un fugitivo, Frente al pelotón de fusilamiento, Me podrán matar, pero no morir,  hasta concluir con La muerte de Carmelo, asistimos a todo un ejercicio de narratividad testimonial, cruda por verídica, reivindicativa de la memoria objeto de la censura y la neocensura. No es Víctor Montoya el típico intelectual de salón, ególatra hasta el narcisismo, ni un escritor que huya del compromiso, sino que, por el contrario, es un modulador de voces anónimas que hunde sus raíces en el más firme convencimiento por recuperar lo que se sitúa al otro lado del muro, o sea, el silencio, la venda que prohíbe la mirada, y el pañuelo que doblega la voz; es un creador radicalmente distante de los ‘intelectuales’ que pretenden aspirar a la neutralidad, a exaltar una falta de comunión con lo que acontece en la sociedad; se separa del creador que creyendo ser autónomo y hasta independiente resulta ser cómplice del poder, cuando los hechos obligan, por su misma carga histórica, a un decidido compromiso con la realidad y la época que nos toca vivir.

No voy a entrar en la descripción de cada uno de sus cuentos, dicha tarea le corresponde al lector, pero sí debo sumergirme en cierta disposición literaria, porque los cuentos arriba mencionados, y que habitan Cuentos violentos, parten de un pasado sangriento, el cual él rehabilita: la historia de la invasión; el matriarcado represivo inscrito en las tres madres: la madre biológica, la madre profesora, y la madre patria, tres madres que hostigan cada una a su manera, y ejercen distintas formas de violencia, las cuales convergen en la tiranía; la capucha o el llamado tabique que vuelve anónimo al interrogado o torturado ante el desaprensivo torturador, especie de insólita mezcla de presencia y ausencia; la irresoluta acción de los mineros; la Masacre de San Juan; el apresamiento, cárcel, tortura y desaparición, que me hace recordar lo manifestado por Joseph Brodsky: “… el infierno ha sido creado por el hombre y que el hombre gobierna” (esta breve alusión a un texto de Joseph Brodsky figura en un libro editado por el PEN Club, que trata de los escritores y su personal experiencia en prisión; dicho libro me fue hurtado cuando las circunstancias más lo requerían); o lo que escribió Alexandr Solzhenitsin: “O una de las celdas psíquicas de Lefórvoro, como la nº III, pintada de negro, también con una bombilla de veinte vatios encendida las veinticuatro horas del día” (lo escrito por Solzhenitsin figuraba en el libro publicado por el PEN Club), que no es más que la diurnidad permanente, un lugar despojado de geografía, con la brutalidad inherente a la ausencia de brújula; la narración testimonial de una represión global y sangrienta; la irreparabilidad de la muerte, sistemáticamente ejercida por quienes están o pertenecen a un sistema dictatorial; la dualidad de lo ficticio y el verismo; la velocidad letal de las balas ante la reivindicación de los trabajadores; la doble tortura, y la violencia que ultima a las personas.

Los cuentos de Víctor Montoya forman parte de lo que ha denominado el escritor Siobhan Dowd: “La escritura carcelaria: un género”. Cuando leemos lo narrado por el escritor boliviano, notable autor de Cuentos violentos, nos hace recordar El cero y el infinito, de Arthur Koestler; Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsin; El viejo y el funcionario, de Mircea Eliade; o Pedro y el capitán, de Mario Benedetti, pero su recuerdo siendo afín por la condición de perseguido y torturado adquiere matices propios, una originalidad que se aprecia en sus cuentos, y que no suele ser frecuente. Él nos hace llegar una confesión que se le ha vuelto del todo necesaria. Así, la zozobra que origina la pleamar de la incertidumbre y el más insoportable insomnio es camino por el cual deambula la soledad extrema, una abrupta incertidumbre que torna violento cierto apagón interior. Hombres y mujeres en búsqueda de luz, encuentran infinitas sombras, mientras, paradójicamente, la diurnidad permanente a la que ya he hecho alusión, se expande en un territorio claustrofóbico, sin más referencias que las de un espacio opresivo, desesperadamente finito. No es otro que el naufragio íntimo, la parapetada presencia de quien vigila, el interrogatorio que puede llegar a confundir hasta que brote, entre contradicciones, las contestaciones buscadas con sádico afán por un pesquisador, la insistencia del torturador psicológico o físico, y la más sórdida vejación.

Para quienes hemos sido detenidos, encarcelados e interrogados, y algunos hasta torturados, los textos de Víctor Montoya nos hacen retroceder a determinados instantes, a veces largos periodos, como a quienes tuvimos que soportar situaciones humillantes, de una aplastante soledad, víctimas de un interrogatorio dentro de un automóvil policial en la época franquista o el efectuado en una comisaría en nuestra singular partitocracia. Toda una ceremonia ultrajante: introducido en el interior de un vehículo, en el asiento trasero, duramente interrogado por un inspector de la BPS (Brigada Político Social, en su tiempo adiestrada por la Gestapo), o bien, esposado, y luego interrogado, después desprovisto de gafas, corbata, jersey, cinturón, ligas de los zapatos, fotografiado de frente, de perfil, y semifrontalmente, para más tarde ser absolutamente incomunicado en el interior de una celda. 

La larga represión que ha pesado sobre Bolivia tuvo en Hugo Banzer Suárez (1971-1978) a un militar totalitario que fue asesorado por la CIA, y que fue convencido partidario de la presencia de oficiales bolivianos en la Escuela Militar de las Américas, ubicada en la zona del Canal de Panamá. Fueron ellos los que se convirtieron en despiadados asesores de los servicios represivos del Ejército y la Policía Boliviana, junto a la conexión con la Triple Alianza Anticomunista Argentina, y tiempo más tarde con la llamada Operación Cóndor, que imperó en el Cono Sur.

El autor de Cuentos violentos fue objeto de persecución, detención, encarcelamiento y tortura por especialistas argentinos. El lector, al acceder a uno de sus cuentos —no lo voy a revelar, el lector ha de buscar dichas huellas—, puede entrever la intervención de dichos especialistas en las labores de represión. La consigna del general Hugo Banzer Suárez consistía en Orden, Paz y Trabajo; que por su mismo carácter la podría traducir como: Opresión, Persecuciones y Tiranía; y quedaría encorsetada así, la Paz precedida de una brutal Opresión y la conclusión constituida por la Tiranía. Del antedicho Orden, Paz y Trabajo se desprende la vinculación al narcotráfico, unas veces por la explotación y posterior distribución mafiosa, y otra bajo la coartada anticomunista.

Es el mismo Víctor Montoya quien refiere en su cuento Confesiones de un fugitivo, inserto en Cuentos violentos: “En realidad, si me permiten ser más preciso, diré que en todas las cárceles se usaban los mismos métodos de suplicio: los choques eléctricos, en las zonas sensibles del cuerpo, la máscara antigás para provocar la muerte por asfixia, la percha del loro y el temible submarino, donde zambullían al preso en un recipiente de agua mugrienta. Colgado como una res en el matadero”. Lo inesperadamente horrible consiste en saber que el hijo de un excelente escritor, cual fue Leopoldo Lugones, inventó la ‘picana’ en la República Argentina.

La violencia ha adquirido, tanto en Bolivia como en otros países sudamericanos, notorios rasgos, hasta convertirse en lo que se podría llamar violencia estructural. El poder subsiste, y hasta intenta encontrar perennidad en la práctica sistemática de la detención, la cárcel, el interrogatorio y la tortura. Dicha violencia estructural, para nada episódica o circunstancial, es una medida de seguridad para la propia inmunidad del poder. Y es mediante la lectura de Cuentos violentos como podemos asistir a la otrora presencia de los cuerpos represivos que, actuando en Bolivia, se prodigaron a Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Brasil, y la misma Bolivia, por supuesto. La ‘picana’, el ‘submarino’, la ‘parrilla’ y otros deleznables instrumentos de tortura eran los que sostenían a un poder totalitario que combinaba represión y corrupción.

La siniestra articulación de la autoridad, el poder, la violencia y la represión, los cuatro puntales de las distintas dictaduras que padeció Bolivia, y de las que fue víctima, testigo y revelador el escritor Víctor Montoya, por cuanto fue y sigue siendo un buen coleccionista de emociones y profundo guardián de la memoria, constituyen sucesivas etapas del poder militar y la oligarquía boliviana. 

Víctor Montoya fue dirigente estudiantil hasta mediados del año 1976, luego perseguido por el régimen de Hugo Banzer Suárez, encarcelado en un penal de alta seguridad, el Panóptico Nacional de San Pedro, hasta que fue liberado en el año 1977 gracias a una intensa campaña de amnistía internacional, obteniendo asilo político en Suecia, país en el que residió desde entonces.

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Estando recluido en el Panóptico Nacional de San Pedro fue donde concibió una tarea bastante arriesgada: escribir su testimonio en pequeños pedazos de papel que luego conformaron su primera obra: Huelga y represión. Ahora nos ofrece, gracias a una nada frecuente combinación de verismo y ficción, un libro de narrativa, Cuentos violentos, en los que ha sabido imprimir su peculiar sello escritural, ofreciéndonos un conjunto de textos narrativos subrayados por su marcado estilo directo, sencillo y riguroso a la vez, y mediante los cuales memoriza y sabe actuar como testigo, herencia entre vivos que ha de merecer nuestro respeto y humana admiración. Los cuentos suyos recuerdan lo expresado por Julio Cortázar: “Mientras que la novela vence por puntos, el cuento lo hace por k.o.”; o lo que me confesó en el transcurso de una entrevista el escritor venezolano Salvador Garmendia: “La novela es una larga preocupación mientras que el cuento es un sobresalto”. Y algunos de los cuentos de Víctor Montoya hacen que nos sobresaltemos, porque junto a una descripción de ambientes sórdidos se unen conclusiones del todo violentas. Encontramos también en sus cuentos, más en unos que en otros, cierto grafismo, determinada narrativa pictórica que actúa a manera de imágenes que hacen más cruenta la fusión de realidad y ficción, y, lo que es importante, sabe manejar metáforas, así como recurrir a la capacidad del escritor omnisciente al utilizar en algunos de sus cuentos la distancia de la tercera persona, lo cual no le impide escribir en primera persona. Son sus textos testimonio, rehabilitación de la memoria, recreaciones catárticas y ficciones donde el lector puede hurgar para encontrar la verdadera naturaleza de la brutalidad militarista y la influencia de la oligarquía. Sabe distanciarse de una presunta o real narratividad que se ausenta de los hechos padecidos en Bolivia, porque, al igual que otros escritores, conoce la justa medida del intelectual comprometido, del escritor que valora la importancia de su carácter testificador.

Cuentos violentos supone un homenaje, la recuperación efectuada por el recuerdo, la heroica resistencia y el afán por una sociedad diferente y mejor. Quien desde hace años combina la creación literaria con la práctica de incisivos artículos (y ahí están textos periodísticos como A bordo de un buque con Francisco Coloane, de magnífica factura, o Los perros y sus dueños, excelente texto que también deja constancia de quien posee más que suficiente sensibilidad, por poner dos ejemplos), deja en Cuentos violentos su impronta personal, y ha sabido incorporar a la retina de su memoria lo que ya forma parte de la historia, y también de lo que significa la ficción. Es, por acción del oficio de escribir, como nos acerca a un país lejano que debemos hacer propio. La conjunción de verismo y ficción es la urdimbre de una persona sensible, testigo de un periodo tiránico al cual nos permite acceder mediante el presente libro.

Bolivia es ahora, cuando escribo estas líneas, un país donde el sol no está oscurecido por la tiranía. Una nación donde el poder y la participación ciudadana aspiran a quebrar el yugo y los grilletes del despotismo que tanto ha ostentado la oligarquía boliviana como el poder saqueador de las transnacionales. El papel a jugar en este proceso por la cultura, tanto la poesía, el teatro, el cuento, la novela y el ensayo, implican de por sí un compromiso con el presente y el futuro del sufrido país andino. En tal sentido, Víctor Montoya, desde su distante presencia, ubicado en la nostalgia y el deseo reivindicativo, continúa la lucha creativa, mientras persiste en la escritura, magnificada por la restitución histórica, la voluntad dirigida hacia otros libros suyos, en un hermoso proyecto y, todo ello, sabiendo manejar un excelente estilo literario y una permanente idea respecto a la ficción.

* Escritor y crítico literario español.          


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