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Los profesores que alumbraron mi derrotero (segunda parte)

Estas anécdotas personales acentúan la importancia de la gratitud hacia aquellos que iluminaron el camino educativo y personal de muchas generaciones, destacando la generosidad, sabiduría y dedicación a lo largo de los años.

La Paz, 16 de junio 2024 (AEP).- Lo más importante en nuestras vidas es el valor de la gratitud. Lo importante es recordar con gratitud a los que nos ayudaron a crecer, a los que estuvieron en nuestro camino y nos aligeraron la carga. Es importante valorar y mantener en la memoria a todas las personas que nos han descubierto. Parte de esas personas han sido los profesores, un maestro que ha podido notar algo maravilloso que otros no verían nunca. Un maestro que ha dado la luz de su sabiduría y de sus ojos para elevar nuestro espíritu. Para ellos va este homenaje.

Hoy quiero recordar a los profesores que han dejado huella en mi vida. De los maestros que tuve en el colegio recuerdo a una en Venezuela, pero la recuerdo remotamente. Sin embargo, sí recuerdo a mi profesor de Química. Estaba en segundo o tercero de secundaria. Era bromista y siempre hacía algún chascarrillo en clases. Siempre decía a los varones, pero delante de las chicas: “Por qué les gusta tanto a los chicos mirar el trasero de las chicas si por ahí salen los excrementos”. Era muy simpático. A mí no me gustaba Química, pero jamás odié esa materia por su carisma.

Cuando llegué a Bolivia, el sistema educativo quería que entre a tercero de secundaria porque argumentaban que no sabía de la historia del país. Llegamos a un acuerdo. Dar exámenes de Historia con un profesor certificado del colegio Junín. El maestro Peter, que era mezquino de tamaño y de ojos nipones. Después se hizo mi amigo para toda la vida y su hijo, que era catedrático en la universidad, también llegó a ser mi docente.

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El examen y los escrúpulos

El doctor Villaflor, de la materia de Seminario, repartió los exámenes a todos los estudiantes. Indicó una hora para el examen y empezó la prueba. Todos se copiaban, mis compañeros se copiaban, incluso yo. Vi a mi alrededor y todos intentaban burlar al docente, entonces me indigné y me levanté. Me planté ante el docente y le dije que iba a entregar el examen en blanco, que no sabía nada, no había estudiado, pero le prometí que el segundo trimestre sacaría la máxima calificación. Así fue. El segundo examen sabía todo. Empezó la prueba y lo llené en minutos. Una compañera me pidió que le ayude, lo hice. Le dicté unas dos preguntas a hurtadillas. Le soplé a otro una pregunta y avancé al escritorio. “Lo prometido es deuda”, le dije al docente Villaflor, él me miró y sonrió. Fui el primero en entregar y salí airoso y orondo con la cabeza en alto mirando a mis compañeros cómo se debatían con su examen. El catedrático era el hijo del profesor Peter.

Mis profesores de la carrera de Comunicación Social

La docente Deborah López fue una de las mejores catedráticas que tuve. Tenía dominio de la materia y autoridad. Era severa, pero justa. Si se daba cuenta que un estudiante le ponía ganas era magnánima. Tenía, ella, alrededor de 55 años, o tal vez 100 de responsabilidad. Con cabello ceniciento y abundante, la brisa retozaba con sus hebras que le completaban la dignidad. Su materia era Historia y Comunicación Global. Su voz jamás se quebró y mantuvo la altura mientras estuve en la carrera y al final me hice amigo de ella que me dio sabios consejos de redacción para una noticia.

Oscar Sánchez fue mi docente de la materia de Psicología en segundo año. Cada tema se disertaba entre cuatro estudiantes. No conocía a mis compañeros de la tarde, ya que me había cambiado a ese turno ese año. Nadie quiso integrar un grupo conmigo así que diserté solo La Pirámide de Maslow. Por espacio de una hora y más, hablé sin parar ejemplificando los lineamientos y corrientes a través, además, de películas e ilustrando con juegos psicológicos el contenido. El docente quedó tan asombrado de que diserte solo que, como recompensa, me dijo que solo asista a los exámenes, no a las clases. Faltaba el tercer parcial y el examen final. Al tercero no asistí porque me olvidé. Trabajaba de profesor y se me fue, pero aun así saqué 80 de nota y el docente me elogió siempre como un ejemplo a seguir.

Richard Matienzo fue un docente muy joven. Se destacó por ser un estudiante excepcional e inquieto, tanto que se ganó la materia que regentaba. Además era abogado. Había trabajado en varios medios de prensa. Él era editor de prensa del periódico Libertador. Gracias a él y a mis cualidades como redactor califiqué para el trabajo de redactor de noticias jurídicas. Ah, y a mis conocimientos de Derecho. Él era impecable para editar y resolver problemas sintácticos, títulos y encabezados. En realidad, ahí aprendí la pirámide invertida que se usa para escribir noticias. Iba en la mañana a cazar mis noticias a la Corte o Tribunal de Justicia y en la tarde buscaba cual era el lead, idea principal o gancho. Eso me enseñó muy bien Richard. Me quedaba hasta las 22.00 horas, después de haber escrito cuatro notas, y cuando me quería ir a descansar él me gritaba: “Carlos, revisa tu encabezado, trabaja con el diagramador, no te vayas así”. Y era verdad. A veces podía pasar que un título fallara. Esa impronta me dejó él y me inspiró en mi trabajo como periodista.

Tito Gonzales fue de los mejores docentes que haya conocido. Inspiraba y daba sabios y precisos consejos de redacción, pese a que no era su materia, tres meses dictó redacción. Él encontraba el filón o la veta más importante en una historia. Nosotros llevábamos nuestras historias y las pulíamos delante de todos. Todos aportaban ideas a la misma y así decantábamos y decantábamos las aristas de un texto. Tenía ciencia y metodología eficaz y el don de saber escuchar al estudiante. Tenía carisma y sus clases eran dinámicas. Para él mi gratitud.

Finalmente, no puedo olvidar a mis docentes de la Normal Josefina Rengel y Maricruz Alvarado y a mi docente del diplomado Norah Bernal, que tenía un cariño especial por todos. Todos eran sus amores.

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El colegio Jesús Maestro

El único colegio privado que me aceptó para entrar al último año fue Jesús Maestro. De este colegio recuerdo con cariño a mi profesora de Literatura que tenía un aire de severidad y suficiencia; parecía tener el saber en la punta de la lengua y cada clase era un axioma que revoloteaba en nuestros oídos. La profesora Ana, su apellido no lo recuerdo. Con ella leí Cien años de soledad y La ciudad y los perros.

Esa época acabábamos de volver de Venezuela así que no había plata. Mi mamá estaba tratando de reincorporarse al magisterio y reconstruyendo la casa. Uno de los exámenes de Literatura no lo di bien; entonces la profesora me preguntó por qué, si ella notaba que a mí me gustaba la Literatura. Fui sincero. “Era que me digas”, me dijo y ella me prestó el libro de La ciudad y los perros. Yo no quería causarle más gastos a mi mamá. Mi papá seguía en Venezuela.

El primer trimestre salí mal, pero ya el último saqué 70, la máxima nota. En Artes Plásticas fui eximido ya que gané un concurso de caricatura a nivel de todos los colegios. Fue un orgullo para el establecimiento. Sin embargo, pese a lo dicho hasta ahora no puedo decir que ellos ejercieron un influjo determinante e inspirador en mí. De los demás profesores sólo puedo decir que pasaron desapercibidos. La de Matemáticas era torpe y su materia siempre la odié. La de Biología, el de Música, Sociales y Educación Física fueron intrascendentales y, claro, cómo me iba a olvidar de la profesora de Filosofía, la luz de la sabiduría y el destello de epifanía, mi madre, que fue contratada ahí mismo.

Debo terminar estas anécdotas escolares confesando que nunca les falté el respeto a mis profesores por más jóvenes, inseguros de carácter u ogros o lo que fuera que sean. Mis compañeros siempre les jugaban algunas travesuras malévolas. No me arrepiento porque con el transcurrir del tiempo los volví a encontrar.

La profesora de Biología fue mi compañera en una licenciatura; la hija del profesor de Educación Física fue mi alumna, por lo que tengo mi consciencia tranquila. Después, ¡quién iba a imaginarlo!, entré a la Normal de Maestros y me hice profesor de Literatura. Las satisfacciones que me dieron los estudiantes años después hicieron que ame la carrera y despertaron mi vocación de facilitador y, por sobre todas las cosas, el don para inspirar el amor a la poesía, el arte y la educación.

Réquiem por ‘Don Oca’

Y ya que estoy recordando a mis profesores y personas que han hecho un viaje al paraíso. Quiero hablarles del profesor Alberto Bohórquez. Él fue mi profesor de Psicología y luego mi mentor de teatro. Fue mi docente en la Normal de Maestros.

Al poco tiempo, armó un elenco de teatro con algunos de mis compañeros de la carrera de Literatura y de otras carreras. Hicimos varias puestas en escena. El teatro del profesor era costumbrista. El tema siempre giraba en torno a las cholas y sus quehaceres. El papel que siempre me tocó fue el de mayordomo. Me llamaban Tutulo y, como era un personaje que entraba y salía, podía hacer muchas cosas tras bambalinas. Por ejemplo, traer cosas y llevar cosas, subir y bajar fondos, hacer de consueta, etc.

Un día que estábamos presentando una obra en el teatro 3 de Febrero salí del escenario, di la vuelta por atrás, subí una escalera hasta alcanzar una cuerda que impedía que baje un escenario. En lo que iba a la mitad escuché el rugido del profesor (que era feroz) llamándome y de un salto estuve abajo, di la vuelta y, como estaba oscuro, me olvidé que frente a mí estaba la entrada al subsuelo de las tablas. Me di un porrazo que me hizo ver estrellas. Sentí un dolor inaudito en las pantorrillas, pero entonces escuché otra vez el trueno y los relámpagos en mis oídos y salí de ahí sin sentir dolor. Aparecí en escena presentando a unas visitas que acababan de llegar. Me paré ante el público inmutable y sereno como si acabara de recibir el beso de un rayo de sol en la mañana. Una risilla coqueta paseó mi rostro hasta que estuve tras bambalinas con lo que di rienda suelta a unos lagrimones gordotes que pugnaban por salir de mis ojos.

Otro día nos mandamos una borrachera con mi compañero José Luis en la tarde. No fuimos a clases de la Normal. Los ensayos de teatro eran en la casa del maestro. A las 19.00 horas despertamos. Nos habíamos dormido. Una compañera nos llamó y nos dijo: “Mejor ya no vengan, el profe no los quiere ver ni en pintura”. Tenía un genio de ogro, así que nos vimos y dijimos: “Estamos perdidos”. Después de dos días, nos hizo llamar y apenas fuimos. Llegué casi orinándome. Le explicamos la verdad y se rió. Creo que entendió que era una de esas travesuras báquicas.

Una de las obras se llamó Las cholas de Sucre, para el amor, ay que excitante. Gracias a la obra viajamos a Potosí y presentamos la misma en el teatro IV Centenario. Nos divertimos mucho.

Las funciones eran siempre un lleno total, la taquilla se llenaba. Eran varios días. El elenco estaba integrado por Jenny Aparicio, José Luis Dávila, Zulema Dávalos y Natividad Duran Nina, de mi carrera. Hugo, Zulema Calderón, Susana, Adhemar y otros de otras carreras. A mí no me decían por mi nombre. Para mis compañeros de teatro yo siempre fui ‘Tutulo’.

El profesor nos contaba que él había actuado en una película, pero como nunca tuvimos la oportunidad de verla era como hablar de ficción. También nos contaba que había visto mucho teatro en Buenos Aires y que hubo épocas doradas en Sucre donde triunfó con el teatro.

Todos sus amigos le llamaban ‘Don Oca’. Ya no me acuerdo por qué. El otro día busqué películas bolivianas y ahí me topé con el largometraje de Antonio Eguino, Pueblo Chico. Ahí estaba mi profesor tomando chicha al mejor estilo parroquiano, el tío Florencio, lutier y dicharachero. Ese rato me enorgullecí de saber que yo había sido su pupilo y que había hecho teatro con él.

Uno de sus axiomas era “todo papel o interpretación es importante, desde el personaje principal hasta el mensajero que entra una sola vez”.  Son muchas las anécdotas con el profesor, por el momento quiero que vean la película y que me digan qué les parece su interpretación; que es una estrella de cine y, ahora, una estrella que brilla en el cielo.


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