El relato describe la surrealista experiencia de un actor sucrense que, entre risas y confusión, pasa de ser un héroe de ultratumba a un prisionero de la Policía.
Cada año, en vísperas de Todos Santos, el Cementerio General de la ciudad de Sucre ofrece la recreación humana de personajes o arquetipos de héroes representativos de Bolivia. Para ello contrata a un grupo de actores y actrices para este fin. Uno de esos benditos años, yo fui uno de esos actores.
Mi papel consistía en representar a un héroe del Chaco. Eso me halagó, pues mi abuelo Néstor Andrade de Llano había ido a la Guerra del Chaco. Me llené de orgullo y entusiasmo. Una satisfacción representar a mi abuelo que había dejado su sudor y lágrimas en esas arenas. En ese vaho despiadado que se pegaba a la piel.
Para tal fin tenía que buscar un uniforme antiguo color verde, una boina militar, maquillaje de muerto, digo de soldado muerto, un poco de coca y una sobaquera para estar más a tono. Tenía que memorizar un texto que iba a recitar o corear ante el público visitante.
El Cementerio General se llenaba de visitantes. Las colas eran enormes, así que grupos numerosos o escuadrones, hablando militarmente, espetaban la dramatización. La puesta en escena se realizaría a las 21.00 horas.
Mis compañeros ya estaban listos. Entre ellos, una Juana Azurduy esgrimía su espada; María Josefa Mujía recitaba sus versos de La Ciega; un Aniceto Arce, junto a otros ilustres personajes de Sucre, se preparaba para volver a la vida reencarnados en los actores. Los moradores del polvo resurgían de sus cenizas para compartir una velada tenebrosa con los vivos y narrar sus cuitas.
Entonces, yo me preparé tomando unos sorbos de una sobaquera y me puse a mascar coca o más propiamente acullicar, aunque nunca lo había logrado. Jamás sentí nada. Usé todo lo que me dijeron que use: lejía, camote, bicarbonato y el traguito.
Entré en escena y ahí estaba el ‘soldado desconocido’, héroe de las batallas de Boquerón, Kilómetro 7 y otras, lleno de gusanos con los ojos inyectados de sangre y dolor y la iniquidad del sufrimiento, mártir del fragor de la guerra.
Mi voz se hizo ronca y empecé a vomitar los horrores de la lucha, las balas implacables y el llanto, la sed y el hambre. El público contempló extasiado mi participación. A ratos muy impresionados y cetrinos, pues yo me acercaba amenazadoramente, con voz lúgubre y de ultratumba, y a ratos muy enternecido.
Cuando terminé de farfullar, el público aplaudió y se fue. Me quedé solo otra vez. Entonces bebí un trago para agarrar valor otra vez.
Estaba en eso cuando, de pronto, se acercaron dos policías y uno de ellos me pregunta: ¿qué hace aquí? Yo le respondo que soy actor y parte del elenco del cementerio y la noche, dedicada a figuras destacadas.
“A ver sópleme”, me dijo. Le soplé. Entonces le habló al otro y le dijo: “lléveselo”. “Está prohibido beber, pero solo es parte de mi actuación”, le respondí. “No”, replicó. “Está prohibido beber”, esputó irreductible. Entonces le ordenó a su compañero que me lleve a la Policía. Le dio la orden con la seriedad más sorprendente, sabiendo que yo estaba vestido como un muerto de la Guerra del Chaco, un ‘soldado desconocido’.
Me quedé estupefacto. No podía creer lo que me estaba diciendo y, sin embargo, empecé a caminar hacia la salida del cementerio, donde había una muchedumbre. Caminé junto al policía ante la mirada atónita de la gente que veía una imagen insólita de un ‘muerto soldado’ y un ‘vivo’ policía bobo que me conducía a la celda de San Roque.
En el camino, el oficial verde olivo me iba reflexionando sobre los peligros de la adicción y el consumo de alcohol. Yo le respondía a cada rato que sólo había sido por mi actuación y que me estaba perjudicando porque tenía contrato.
Yo era el ‘soldado desconocido’, pero, con ese bochorno, me pareció que iba a ser famoso al día siguiente.
Al llegar a San Roque, me presentó ante dos superiores vetustos y rechonchos. Les dijo que me había sorprendido bebiendo y que estaba arrestado. Yo les dije lo qué les había dicho desde el principio. Entonces me contemplaron de arriba abajo, mi aire de dignidad insepulta, un ‘remedo’ de cadáver en vísperas de Todos Santos e, inmediatamente, prorrumpieron en una risa sorda.
“Déjalo ir hijo”, le dijeron al policía ‘vivo’ estúpido. Lo miré con odio, dispuesto a enterrarle mi rabia e indignación, ‘muerto’ de la rabia.
Me fui. Volví a mi morada plutoniana y sepulcral a disfrutar con los seres crepusculares de la chicha, el mondongo y las tantawawas, ya sin hambre y sed del Chaco.
AEP/Carlos Gutiérrez Andrade